viernes, 27 de mayo de 2011

Nosotros no creemos, no necesitamos creer.

La lluvia repiqueteaba en el alfeizar. Lo hacía de forma inconstante, a veces rápido y a veces muy lento, como un goteo. Alguna de esas lágrimas cayó lo suficientemente fuerte para despertarme del letargo en mitad de la madrugada. Miré el techo, iluminado por las luces discontinuas que dejaba entrever la persiana. Podía vislumbrar, sin moverme, el contorno del armario, el espejo, la estantería. La esquina superior de un ejemplar de Grandes Esperanzas, la novela de Charles Dickens que me regalaste la Navidad pasada.
No quería girarme. No lo necesitaba. Podía imaginar con todo detalle el recorrido que hacía el oxígeno desde que lo inspirabas hasta los pulmones y de vuelta, el dióxido de carbono subía por la traquea para escaparse de tus labios, en un vaivén silencioso y apacible. Pensaba en el brillo de las comisuras, en los párpados temblando bajo las direcciones de un sueño tranquilo, tus dedos largos apoyados sobre mi vientre. Era feliz de haber matado el ver para creer, de haber ido mucho más lejos: hasta la certeza.
Los únicos movimientos que se producía en la estancia era mi pestañeo inconsciente y el latido unísono de dos corazones enamorados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario